Sigmund Freud
TOTEM Y TABÚ
- Extractos seleccionados -
La selección de estos extractos y, además, el uso de diferentes colores en algunas partes de ellos, tiene como objetivo recalcar brevemente algunos de los aspectos más importantes del libro. Por supuesto, leerlos, por importante que sea, no sustituye a la lectura del libro completo.
El Horror al Incesto
....Por razones tanto exteriores como interiores escogeremos para esta comparación las tribus
que los etnógrafos nos han descrito como las más salvajes, atrasadas y miserables, o sea
las formadas por los habitantes primitivos del más joven de los continentes (Australia), que
ha conservado, incluso en su fauna, tantos rasgos arcaicos desaparecidos en todos los demás.
Los aborígenes de Australia son considerados como una raza aparte, sin ningún parentesco
físico ni lingüístico con sus vecinos más cercanos, los pueblos melanesios, polinesios y malayos.
No construyen casas ni cabañas sólidas, no cultivan el suelo, no poseen ningún animal
doméstico, ni siquiera el perro, e ignoran incluso el arte de la alfarería. Se alimentan exclusivamente de la carne de toda clase de animales y de raíces que arrancan de la tierra. No tienen
ni reyes ni jefes, y los asuntos de la tribu son resueltos por la asamblea de los hombres
adultos. Es muy dudoso que pueda atribuírseles una religión rudimentaria bajo la forma de un
culto tributado a seres superiores.
No podemos esperar, ciertamente, que estos miserables caníbales desnudos observen una
moral sexual próxima a la nuestra o impongan a sus instintos sexuales restricciones muy severas.
Mas, sin embargo, averiguamos que se imponen la más rigurosa interdicción de las
relaciones sexuales incestuosas. Parece que incluso toda su organización social se halla subordinada
a esta intención o relacionada con la realización de la misma.
En lugar de todas
aquellas instituciones religiosas y sociales de que carecen, hallamos en los australianos el
sistema del Totemismo. Las tribus australianas se dividen en grupos más pequeños -clanes-,
cada uno de los cuales lleva el nombre de su tótem.
¿Qué es un tótem? Por lo general, un animal comestible, ora inofensivo, ora peligroso y temido,
y más raramente una planta o una fuerza natural (lluvia, agua) que se hallan en una
relación particular con la totalidad del grupo. El tótem es, en primer lugar, el antepasado del
clan y en segundo, su espíritu protector y su bienhechor, que envía oráculos a sus hijos y los
conoce y protege aun en aquellos casos en los que resulta peligroso. Los individuos que poseen
el mismo tótem se hallan, por tanto, sometidos a la sagrada obligación, cuya violación
trae consigo un castigo automático de respetar su vida y abstenerse de comer su carne o
aprovecharse de él en cualquier otra forma.
El carácter totémico no es inherente a un animal particular o a cualquier otro objeto único
(planta o fuerza natural), sino a todos los individuos que pertenecen a la especie del tótem.
De tiempo en tiempo se celebran fiestas en las cuales los asociados del grupo totémico reproducen
o imitan, por medio de danzas ceremoniales, los movimientos y particularidades de
su tótem.
El tótem se transmite hereditariamente, tanto por línea paterna como materna. Es muy probable
que la transmisión materna haya sido en todas partes la primitiva, reemplazada más
tarde por la transmisión paterna.
La subordinación al tótem constituye la base de todas las
obligaciones sociales del australiano, sobrepasando por un lado la subordinación a la tribu y
relegando, por otro, a un segundo término el parentesco de sangre.
Vamos a señalar ahora aquella particularidad del sistema totémico por la que el mismo interesa
más especialmente al psicoanalítico.
En casi todos aquellos lugares en los que este sistema
se halla en vigor comporta la ley según la cual los miembros de un único y mismo tótem
no deben entrar en relaciones sexuales y por tanto, no deben casarse entre sí. Es ésta la ley
de la exogamia, inseparable del sistema totémico.
Esta interdicción, rigurosamente observada, es muy notable. Carece de toda relación lógica
con aquello que sabemos de la naturaleza y particularidades del tótem, y no se comprende
cómo ha podido introducirse en el totemismo.
He aquí una cita, tomada por Frazer, que nos muestra con qué severidad
castigan tales violaciones estos salvajes, a los que desde nuestro punto de vista ético hemos
de considerar, en general, como altamente inmorales:
«
En Australia, las relaciones sexuales con una persona de un clan prohibido son regularmente
castigadas con la muerte.
Poco importa que la mujer forme parte del mismo grupo local o
que pertenezca a otra tribu y haya sido capturada en una guerra: el individuo del mismo tótem
que entra en comercio sexual con ella es perseguido y muerto por los hombres de su
clan, y la mujer comparte igual suerte. Sin embargo, en algunos casos, cuando ambos han
conseguido sustraerse a la persecución durante cierto tiempo, puede ser olvidada la ofensa.»
Siendo el tótem hereditario, y no sufriendo modificación alguna por el hecho del matrimonio,
es fácil darse cuenta de las consecuencias de esta prohibición en el caso de herencia
materna. Si, por ejemplo, el hombre forma parte de un clan cuyo tótem es el canguro y se
casa con una mujer cuyo tótem es el emúo (especie de avestruz), los hijos, varones o hembras,
tendrán todos el tótem de la madre. Un hijo nacido de este matrimonio se hallará, pues,
en la imposibilidad de entablar relaciones incestuosas con su madre y su hermana, pertenecientes
al mismo clan.
El Tabú Y La Ambivalencia De Los Sentimientos
....Para nosotros presenta el tabú dos significaciones opuestas: la de lo sagrado o consagrado y
la de lo inquietante, peligroso, prohibido o impuro. En polinesio, lo contrario de tabú es noa, o
sea lo ordinario, lo que es accesible a todo el mundo.
Wundt dice que el tabú es el más antiguo de los códigos no escritos de la Humanidad, y la
opinión general lo juzga anterior a los dioses y a toda religión.
Dejaremos, pues, sentado que se trata de una
serie de limitaciones a las que se someten los pueblos primitivos, ignorando sus razones y
sin preocuparse siquiera de investigarlas, pero considerándolas como cosa natural y perfectamente
convencidos de que su violación les atraería los peores castigos. Existen relatos
fidedignos de casos en los que la infracción involuntaria de alguna de estas prohibiciones ha
sido seguida efectivamente de un castigo automático. Así, el inocente malhechor que sin saberlo
ha comido carne de un animal tabú, cae, al darse cuenta de su crimen, en una profunda
depresión, da por segura su muerte en breve plazo y acaba realmente por morir.
El tabú de los animales, que consiste
esencialmente en la prohibición de matarlos y consumir su carne, constituye el nódulo del
totemismo.
Precisamente a esta significación indiferente e intermedia de lo
demoníaco, esto es, la de aquello que no debe tocarse, es a la que mejor se adapta la expresión
tabú, pues hace resaltar un carácter que permanece común a lo sagrado y a lo impuro
a través de todos los tiempos: el temor a su contacto.
....La prohibición central y principal de esta neurosis es, como en el tabú, la del contacto, carácter al que debe el nombre de
délire de toucher, con el que suele ser designada. Pero la
prohibición no recae tan sólo sobre el contacto físico, sino que se extiende a todos los actos
que definimos con la expresión figurada «ponerse en contacto con algo». Todo aquello que
orienta las ideas del sujeto hacia lo prohibido, esto es, todo lo que provoca un contacto puramente
mental o abstracto con ella, queda tan prohibido como el contacto material directo.
En el tabú hemos hallado también esta misma extensión.
Ahora bien: el psicoanálisis nos ha descubierto el desarrollo clínico y el mecanismo psíquico
de la neurosis obsesiva.
Como ejemplo del primero expondremos el historial clínico de un
caso típico de délire de toucher: En la más temprana infancia del sujeto se manifestó un intenso
placer táctil, cuyo fin se hallaba harto más especializado de lo que pudiera esperarse.
A este placer no tardó en oponerse, desde el exterior, una prohibición de realizar los actos
con él ligados [Tanto el placer como la prohibición se referían a tocarse los propios genitales], prohibición que fue obedecida por apoyarse en importantes fuerzas interiores [La relación con las personas amadas que imponen la prohibición],
merced a las cuales se demostró más vigorosa que la tendencia que aspiraba a manifestarse
en el contacto. Pero a causa de la constitución psíquica primitiva del niño no consiguió la
prohibición suprimir la tendencia. Su resultado fue tan sólo el de reprimirla y confiar el placer
táctil en lo inconsciente. Pero tanto la prohibición como las tendencias continuaron subsistiendo:
la tendencia, por no haber sido suprimida, sino tan sólo reprimida, y la prohibición,
porque sin ella hubiera penetrado la tendencia en la consciencia y habría impuesto su realización.
De este modo quedó creada una situación intencionada, una fijación psíquica, y todo
el desarrollo ulterior de la neurosis se deriva de este duradero conflicto ante la prohibición y
la tendencia.
El carácter principal de la constelación psíquica así fijada reside en aquello que, según la
acertada expresión de Bleuler, podríamos llamar la actitud ambivalente del sujeto con respecto
al objeto, o más bien el acto prohibido. Experimenta de continuo el deseo de realizar
dicho acto — el tocamiento —, pero le retiene siempre el horror que el mismo le inspira. Esta
oposición de las dos corrientes no resulta fácilmente solucionable, pues la localización de las
mismas en la vida psíquica excluye toda posibilidad de encuentro.
Mientras que la prohibición
es claramente consciente, la tendencia prohibida, que perdura insatisfecha, es por completo
inconsciente y el sujeto la desconoce en absoluto.
Si así no fuera, no podría la ambivalencia
mantenerse durante tanto tiempo ni producir las manifestaciones a que acabamos de referirnos.
Así, pues, estos pueblos han adoptado ante sus prohibiciones
tabú una actitud ambivalente. En su inconsciente, no desearían nada mejor que su violación,
pero al mismo tiempo sienten temor a ella. La temen precisamente porque la desean, y el
temor es más fuerte que el deseo. Este deseo es, en cada caso individual, inconsciente, como
en el neurótico.
Las dos prohibiciones tabú más antiguas e importantes aparecen entrañadas en las leyes
fundamentales del totemismo: respetar al animal tótem y evitar las relaciones sexuales con
los individuos de sexo contrario, pertenecientes al mismo tótem.
Tales debieron ser, por tanto, los dos placeres más antiguos e intensos de los hombres.
La variedad de los fenómenos tabú, que ha provocado los ensayos de clasificación antes
citados, queda sustituida, para nosotros, por una unidad en cuanto consideremos como base
del tabú un acto prohibido, a cuya realización impulsa una enérgica tendencia localizada en
lo inconsciente.
El hombre que ha infringido un tabú se hace tabú a su vez, porque posee la facultad peligrosa
de incitar a los demás a seguir su ejemplo. Resulta, pues, realmente contagioso, por
cuanto dicho ejemplo impulsa a la imitación, y, por tanto, debe ser evitado a su vez.
El contacto es el comienzo
de toda tentativa de apoderarse de una persona o de una cosa, dominarla y lograr de ella
servicios excluidos y personales.
....Esta expresión («omnipotencia de las ideas») la debo a un enfermo muy inteligente que padecía
de representaciones obsesivas, y que, una vez curado, merced al psicoanálisis, dio
pruebas de clara inteligencia y buen sentido. Forjó esta expresión para explicar todos aquellos
singulares e inquietantes fenómenos que parecían perseguirle, y con él a todos aquellos
que sufrían de su misma enfermedad. Bastábale pensar en una persona para encontrarla en
el acto, como si la hubiera invocado. Si un día se le ocurría solicitar noticias de un individuo
al que había perdido de vista hacía algún tiempo era para averiguar que acababa de morir,
de manera que podía creer que dicha persona había atraído telepáticamente su atención, y
cuando sin mal deseo ninguno maldecía de una persona cualquiera, vivía a partir de aquel
momento en el perpetuo temor de averiguar la muerte de dicha persona y sucumbir bajo el
peso de la responsabilidad contraída.
Con respecto a la mayor parte de estos casos, pudo explicarse por sí mismo en el curso del
tratamiento cómo se había producido la engañosa apariencia y lo que él había añadido por
su parte para dar más fuerza a sus supersticiosos temores. Todos los enfermos obsesivos
son supersticiosos como éste, y casi siempre en contra de sus más arraigadas convicciones.
Los neuróticos viven en un mundo
especial, en el que, para emplear una expresión de que ya me he servido en otras ocasiones,
sólo la ‘valuta neurótica’ se cotiza. Quiero decir con esto que los neuróticos no atribuyen eficacia
sino a lo intensamente pensado y representado afectivamente, considerando como cosa
secundaria su coincidencia con la realidad.
Un neurótico puede sentirse agobiado por un sentimiento de culpabilidad que sólo encontraríamos justificado en un asesino varias
veces reincidente, y haber sido siempre, sin embargo, el hombre más respetuoso y escrupuloso
para con sus semejantes. Mas, no obstante, posee dicho sentimiento una base real.
Fúndase, en efecto, en los intensos y frecuentes deseos de muerte que el sujeto abriga en lo
inconsciente contra sus semejantes.
...Al someterle al tratamiento psicoanalítico, que convierte
en consciente a lo inconsciente, observamos que no le es posible creer en la absoluta libertad
de las ideas y que teme siempre manifestar sus malos deseos, como si la exteriorización
de los mismos hubiera de traer consigo fatalmente su cumplimiento. Esta actitud y las supersticiones
que dominan su vida nos muestran cuán próximo se halla al salvaje, que cree
poder transformar el mundo exterior sólo con sus ideas.
Le Retour Infantile Du Totémisme
[
Parte traducida automáticamente con posibles errores...
....Este intento está asociado con una hipótesis de Charles Darwin sobre el estado social primordial del hombre.
De los hábitos de los simios superiores, Darwin concluyó que el hombre también vivió originalmente en pequeñas hordas en las que los celos del macho más viejo y fuerte impedían la promiscuidad sexual.
«De hecho, podemos concluir por lo que sabemos de los celos de todos los cuadrúpedos varones, armados, muchos de ellos, con armas especiales para luchar con sus rivales, que el coito promiscuo en un estado de naturaleza es extremadamente improbable...
Por lo tanto, mire lo suficientemente atrás en la corriente del tiempo y, a juzgar por los hábitos sociales del hombre tal como existe ahora, la opinión más probable es que originalmente vivía en pequeñas comunidades, cada una con una sola esposa, o si era poderoso con varias, a quienes celosamente defendía contra todos los demás hombres. O puede que no haya sido un animal social y, sin embargo, haya vivido con varias esposas, como el gorila; porque todos los nativos están de acuerdo en que solo se ve al macho adulto en una banda; cuando el macho joven crece, se lleva a cabo una competencia por el dominio, y el más fuerte, al matar y expulsar a los demás, se establece a sí mismo como el jefe de la comunidad
(Dr. Savage en el Boston Journal of Natural History, Vol. V, 1845-7). Los machos más jóvenes que son expulsados y deambulando de este modo también, cuando por fin logran encontrar pareja, evitarán la reproducción demasiado cercana dentro de los límites de la misma familia».
]
....Sólo el psicoanálisis proyecta alguna luz sobre estas tinieblas.
La actitud del niño con respecto a los animales presenta numerosas analogías con la del
primitivo. El niño no muestra aún vestigio ninguno de aquel orgullo que mueve al adulto civilizado
a trazar una precisa línea de demarcación entre su individuo y los demás representantes
del reino animal. Por el contrario, considera a los animales como iguales suyos, y la confesión
franca y sincera de sus necesidades le hace sentirse incluso más próximo al animal
que al hombre adulto, al cual encuentra indudablemente enigmático.
En este perfecto acuerdo entre el niño y el animal, surge a veces una singular perturbación.
El niño comienza de repente a sentir miedo de ciertos animales y a evitar el contacto e incluso
la vista de todos los representantes de una especie dada. Se nos presenta entonces el
cuadro clínico de la zoofobia, una de las afecciones psiconeuróticas más frecuentes de esta
edad y quizá la forma más temprana de este género de enfermedades. La fobia recae, por lo
regular, sobre animales hacia los que el niño había testimoniado hasta entonces un vivo interés,
y no presenta relación ninguna con un determinado animal particular. La elección del
animal objeto de la fobia aparece harto limitada en nuestras grandes ciudades, y, por tanto,
encontramos con gran frecuencia como tales objetos los caballos, los perros y los gatos; más
raras veces, los pájaros, y, en cambio, muy repetidamente, animales de pequeñas dimensiones,
tales como los escarabajos y las mariposas. Asimismo pueden constituirse en objeto de
una fobia animales que el niño no conoce sino por sus libros de estampas o por los cuentos
que ha oído relatar.
Las zoofobias de los niños no han sido aún objeto de un detenido examen analítico, no obstante
merecerlo en alto grado. Ello depende, quizá, de las dificultades inherentes a la realización
de análisis con sujetos de tan poca edad. No podemos, por tanto, afirmar haber llegado
al conocimiento del sentido general de estas enfermedades, sentido que, por otra parte, no
creemos puede ser unitario.
Sin embargo, algunas de estas fobias, relativas a animales de
crecido tamaño, se han mostrado accesibles al análisis y han revelado su enigma al investigador.
En todas ellas se nos ha revelado, sin excepción, que cuando el infantil sujeto pertenece
al sexo masculino, se refiere su angustia a su propio padre, aunque haya sido desplazada
sobre el animal objeto de la fobia.
En el primer volumen de la revista titulada Jahrbuch für psychoanalytische und psychopatologische
Forschungen tengo publicado un «Análisis de una fobia de un niño de cinco años»,
cuyo historial clínico me fue amablemente comunicado por el padre del sujeto. Se trataba de
un miedo tal a los caballos, que el niño se negaba a salir a la calle y temía incluso que llegasen
hasta su habitación para morderle. Esta temida agresión debía constituir el castigo de su
deseo de que el caballo cayese (muriese). Cuando se logró apaciguar el temor que al niño
inspiraba su padre, pudo observarse que luchaba contra el deseo de la ausencia (la partida,
la muerte) del mismo, pues veía en él un rival que le disputaba los favores de la madre, hacia
la que se orientaban vagamente sus primeros impulsos sexuales. Se hallaba, pues, en aquella
típica disposición del sujeto infantil masculino que ha sido designada por nosotros con el
nombre de «complejo de Edipo», y en la que vemos el complejo central de la neurosis. El
análisis de este niño, al que llamaremos Juanito, nos reveló una nueva circunstancia, muy
interesante desde el punto de vista del totemismo, pues vimos que había desplazado sobre
el animal una parte de los sentimientos que su padre le inspiraba.
Comprobamos que
no es sólo miedo lo que los caballos inspiran a Juanito, sino también respeto e interés. Una
vez apaciguados sus temores, se identificó con el temido animal y jugaba a correr y saltar
como un caballo, mordiendo a su padre. En otro período de mejoría de la fobia identificó sin
temor alguno a sus padres con otros distintos animales de crecido tamaño.
Pero leyendo atentamente
el historial clínico de Juanito, antes mencionado, hallamos también en él numerosos
testimonios de que el padre era admirado como poseedor de órganos genitales de gran volumen,
y temido al mismo tiempo como una amenaza para los órganos genitales del niño.
Tanto en el complejo de Edipo como en el complejo de la castración desempeña el padre el
mismo papel, o sea el de un temido adversario de los intereses sexuales infantiles, que amenaza
al niño con el castigo de castrarle o el sustitutivo de arrancarle los ojos.
Más adelante completaremos el examen de esta observación. Por ahora nos limitaremos a
hacer resaltar dos interesantes coincidencias de nuestro caso con el totemismo; la completa
identificación con el animal totémico y la actitud ambivalente con respecto a él. Basándonos
en estas observaciones nos creemos autorizados para sustituir en la fórmula del totemismo -
por lo que al hombre se refiere- el animal totémico por el padre. Pero, una vez efectuada tal
sustitución, nos damos cuenta de que no hemos realizado nada nuevo ni dado, en verdad, un
paso muy atrevido, pues los mismos primitivos proclaman esta relación, y en todos aquellos
pueblos en los que hallamos aún vigente el sistema totémico es considerado el tótem como
un antepasado. Todo lo que hemos hecho no es sino tomar en su sentido literal una manifestación
de estos pueblos que ha desconcertado siempre a los etnólogos, los cuales la han
eludido, relegándola a un último término. El psicoanálisis nos invita, por el contrario, a recogerla
y enlazar a ella una tentativa de explicación del totemismo.
El primer resultado de nuestra sustitución es ya de por sí muy interesante. Si el animal totémico
es el padre, resultará, en efecto, que los dos mandamientos capitales del totemismo,
esto es, las dos prescripciones tabú que constituyen su nódulo, o sea la prohibición de matar
al tótem y la de realizar el coito con una mujer perteneciente al mismo tótem, coincidirán en
contenido con los dos crímenes de Edipo, que mató a su padre y casó con su madre, y con
los dos deseos primitivos del niño, cuyo renacimiento o insuficiente represión forman quizá el
nódulo de todas las neurosis. Si esta semejanza no es simplemente un producto del azar,
habrá de permitirnos proyectar cierta luz sobre los orígenes del totemismo en remotísimas
épocas.
....Físico, filólogo, exégeta bíblico, inteligencia tan universal como clarividente y exenta de prejuicios,
W. Robertson Smith expone en su obra sobre la religión de los semitas, publicada
cinco años después de su muerte, en 1899, la opinión de que una ceremonia singular, la llamada
comida totémica, formó desde un principio parte integrante del sistema totémico.
Expone Robertson que el sacrificio sobre el altar constituía la parte esencial del ritual de las
religiones antiguas. Dado que en todas ellas desempeña idéntico papel puede referirse su
nacimiento a causas generales, que produjeron en todas partes los mismos efectos.
El sacrificio, el acto sagrado por excelencia, kat’ exochn (sacrificium, ἱερουργία), no tenía, sin
embargo, al principio la significación que adquirió en épocas posteriores, o sea la de una
ofrenda hecha a la divinidad para aplacarla o conseguir su favor. (El empleo profano de esta
palabra se halla basado en su sentido secundario, que es el de desinterés, abnegación y olvido
de sí mismo.) Todo nos hace suponer que el sacrificio no era primitivamente sino un acto
de camaradería (fellowship) social entre la divinidad y sus adoradores, un acto de comunión
de los fieles con su dios.
Ciertas supervivencias lingüísticas muestran de un modo irrebatible que la parte del sacrificio
destinada al dios era considerada al principio como su alimento real.
Pero esta representación
llegó a hacerse incompatible con la progresiva desmaterialización de la naturaleza de la
divinidad, y se creyó eludirla no asignando a la divinidad sino la parte líquida de la comida. El
uso del fuego permitió más tarde preparar los alimentos humanos en una forma más apropiada
a la esencia divina, y la carne sacrificada fue quemada sobre el altar, ascendiendo su
humo a las moradas celestes. Como brebaje, se ofrecía primeramente al dios la sangre del
animal sacrificado, sustituida luego en épocas posteriores por el vino, al cual se consideraba
como la «sangre de la vid», nombre que aún le dan los poetas de nuestros días.
La forma más antigua del sacrificio, anterior a la agricultura y al uso del fuego, era, pues, el
sacrificio animal, en el que la carne y la sangre eran consumidas en común por el dios y sus
adoradores, siendo requisito esencial que cada partícipe recibiese su porción.
Tales sacrificios constituían una ceremonia pública y una fiesta celebrada por el clan entero.
La religión era, en general, algo común, y el deber religioso, una obligación social. Los sacrificios
y las fiestas coincidían en todos los pueblos, pues cada sacrificio comportaba una fiesta
y no había fiesta sin sacrificio. El sacrificio-fiesta era una ocasión de elevarse alegremente
por encima de los intereses egoístas y hacer resaltar los lazos que unían a los miembros de
la comunidad entre sí y con la divinidad.
La fuerza moral de la comida pública de sacrificio reposaba en representaciones muy antiguas
relativas a la significación del acto de comer y beber en común. Comer y beber con otra
persona era a la vez un símbolo de la comunidad social y un medio de robustecerla y contraer
obligaciones recíprocas. La comida de sacrificio expresaba directamente el hecho de la
comensalidad del dios y de sus adoradores, y esta «comensalidad» implicaba todas las demás
relaciones que se suponían existentes. Ciertas costumbres, que aún hallamos en vigor
entre los árabes del desierto, muestran que lo que daba a la comida en común esta fuerza de
unión no era un factor religioso, sino el mismo acto de comer. Aquellos que han compartido
con tales beduinos un poco de comida o han bebido leche de sus rebaños no tienen ya que
temer nada de ellos, y pueden por el contrario, contar con su ayuda y con su protección,
aunque no indefinidamente, sino sólo durante el tiempo que el alimento ingerido permanece
en el cuerpo. Resulta, pues, que el lazo de la comunidad es concebido de una manera puramente
realista, y precisa para ser duradero de la repetición del acto que lo origina.
Mas ¿por qué causa se atribuye esta fuerza de unión al acto de comer y beber en compañía?
En las sociedades más primitivas no existe sino un solo lazo que ligue sin condiciones ni excepciones:
la comunidad de clan (
kinship). Los miembros de esta comunidad son solidarios
unos de otros. Un kin es un grupo de personas cuya vida forma tal unidad física, que puede
considerarse a cada una de ellas como un fragmento de una vida común. Así, cuando un
miembro del kin muere de muerte violenta, no dicen los demás: «Ha sido vertida la sangre de
Fulano», sino «Ha sido vertida nuestra sangre». La frase hebrea con la que se reconoce el
parentesco de tribu dice: «Tú eres hueso de mis huesos y carne de mi carne.» Kinship significa,
pues, formar parte de una sustancia común. De este modo, la kinship no aparece fundada
únicamente en el hecho de ser el individuo una parte de la sustancia de la madre de que
ha nacido y de la leche que le ha alimentado, sino que se adquiere o se refuerza posteriormente
por la absorción de alimentos con los que el sujeto mantiene y renueva su cuerpo.
Participando de una comida con la divinidad, se expresaba la convicción de que se era de la
misma sustancia que ella, pues no se compartía nunca una comida con aquellos que eran
considerados como extranjeros.
La comida de sacrificio era, pues, primitivamente una comida solemne que reunía a los
miembros del clan o de la tribu, conforme a la ley de que sólo los miembros del clan podían
comer reunidos.
Es innegable, dice
Robertson Smith, que todo sacrificio era primitivamente un sacrificio colectivo del clan y que
la muerte de la víctima pertenecía originalmente a los actos prohibidos al individuo y sólo justificados
cuando la tribu entera asumía la responsabilidad. No existe entre los primitivos sino
una única categoría de actos a los que pueda aplicarse tal característica; esto es, aquellos
que se refieren al carácter sagrado de la sangre común de la tribu. Una vida que ningún individuo
puede suprimir y que no puede ser sacrificada sino con el consentimiento y la participación
de todos los miembros del clan, ocupa el mismo lugar que la vida de los miembros del
clan mismo. La regla de que todo invitado a la comida del sacrificio ha de gustar de la carne
del animal sacrificado tiene igual significación que la prescripción según la cual un miembro
de la tribu que ha incurrido en falta ha de ser ejecutado por la tribu entera. En otros términos,
el animal sacrificado era tratado como un miembro de la tribu, y la comunidad que ofrecía el
sacrificio, su dios, y el animal sacrificado eran de la misma sangre y miembros de un único y
mismo clan.
Apoyándose en numerosos datos, identifica Robertson Smith al animal sacrificado con el antiguo
animal totémico.
El aprovechamiento de animales domésticos y los progresos de la ganadería parecen haber
traído consigo en todas partes el fin del totemismo puro de los tiempos primitivos. Pero las
huellas del carácter sagrado de los animales domésticos que hallamos en la religiones «pastorales
» evidencian el primitivo carácter totémico de los mismos.
Muy avanzada ya la época
clásica, prescribían algunos ritos que el sacrificador huyera una vez consumado el sacrificio
como si hubiese de sustraerse a un castigo. En Grecia se hallaba muy difundida la creencia
de que el sacrificio de un buey constituía un verdadero crimen, y ciertas fiestas atenienses -
las bouphonias-, en las que se sacrificaban animales de esta especie, eran seguidas de un
verdadero proceso, sometiéndose a interrogatorio a todos los partícipes, los cuales se manifestaban
de acuerdo en echar la culpa al cuchillo, que era arrojado al mar.
A pesar del temor que protegía la vida del animal sagrado, como si fuese un miembro de la
tribu, se imponía de cuando en cuando la necesidad de sacrificarlo solemnemente en presencia
de toda la comunidad y distribuir su carne y su sangre entre los miembros de la tribu.
El motivo que dictaba estos actos nos revela el sentido más profundo del sacrificio.
Sabemos
que en épocas posteriores toda comida hecha en común y toda participación en la misma
sustancia creaban, al penetrar en los cuerpos, un lazo sagrado entre los comensales; pero
en tiempos más remotos no era atribuida esta significación sino a la consumición en común
de la carne del animal sagrado.
El misterio sagrado de la muerte del animal se justifica por el
hecho de que solamente con ella puede establecerse el lazo que une a los partícipes entre sí
y con su dios.
Este lazo no es otro que la vida misma del animal sacrificado, la vida que reside en su carne
y en su sangre y se comunica por medio de la comida de sacrificio a todos aquellos que en
ellos toman parte.
Esta representación continúa constituyendo la base de todos los
pactos de
sangre hasta épocas bastante recientes.
Con el nacimiento de la idea de la propiedad
privada fue concebido el sacrificio como un don hecho a la divinidad, como la transferencia
a ésta de una parte de la propiedad del hombre. Pero esta interpretación no explica todas
las particularidades del ritual del sacrificio. En los tiempos más remotos poseía el animal del
sacrificio por sí mismo un carácter sagrado. Su vida era intangible y no podía ser despojado
de ella sino con la participación y bajo la responsabilidad de toda la tribu en presencia del
dios, con objeto de conseguir la sustancia sagrada, cuya absorción había de reforzar la identidad
material de los miembros de la tribu entre sí y con la divinidad. El sacrificio era un sacramento;
la víctima, un miembro del clan, y, en realidad, el antiguo animal totémico el mismo
dios primitivo, cuyo sacrificio y absorción reforzaban la identidad de los miembros de la tribu
con la divinidad.
De este análisis del sacrificio dedujo Robertson Smith que la muerte y absorción periódicas
del tótem
en las épocas que precedieron al culto de divinidades antropomórficas constituían
un importantísimo elemento de la religión totémica.
El ceremonial de una comida totémica de
este género se halla, a su juicio, detallado en una descripción de un sacrificio de época posterior.
San Nilo habla del rito seguido en sus sacrificios por los beduinos del desierto de Sinaí
a finales del siglo IV de nuestra era. La víctima, un camello, era colocada sobre un grosero
altar de piedra, y el jefe de la tribu, después de hacer dar a los asistentes tres vueltas en derredor
del ara entonando cánticos rituales, le infería la primera herida y bebía con avidez la
sangre que de ella manaba. A continuación se arrojaba la tribu entera sobre el animal, y cada
uno cortaba con su espada un pedazo de la carne aún palpitante, consumiéndolo en el acto.
Tan rápidamente sucedía todo ello, que en el breve intervalo entre la salida de la estrella matutina,
a la cual era ofrecido el sacrificio, y el momento en que dicho astro comenzaba a palidecer
ante los rayos del sol naciente, desaparecía por completo el animal sacrificado hasta el
punto de no quedar de él ni carne, ni huesos, ni piel, ni entrañas. Este rito bárbaro que, según todas las probabilidades, se remonta a una época muy antigua, no era, como parecen
demostrarlo otros testimonios, una costumbre aislada, sino la forma primitiva general del sacrificio
totémico, sometida luego, en el curso de los tiempos, a las más diversas atenuaciones.
Una tribu india de California, que adora a una gran ave de presa
(el cóndor), mata todos los años en el curso de una solemne ceremonia un individuo de esta
especie, después de lo cual es llorada la víctima y conservada su piel y sus plumas. Los indios
zuni de Nuevo Méjico proceden del mismo modo con su tortuga sagrada.
Representémonos ahora la escena de la comida totémica, añadiendo a ella algunos rasgos
verosímiles que no hemos podido tener antes en cuenta. En una ocasión solemne mata el
clan cruelmente a su animal totémico y lo consume crudo -sangre, carne y huesos-. Los
miembros del clan se visten para esta ceremonia de manera a parecerse al tótem, cuyos sonidos
y movimientos imitan, como si quisieran hacer resaltar su identidad con él.
Saben que
llevan a cabo un acto prohibido individualmente a cada uno, pero que está justificado desde
el momento en que todos toman parte de él, pues, además, nadie tiene derecho a eludirlo.
Una vez llevado a cabo el acto sangriento, es llorado y lamentado el animal muerto. El duelo
que esta muerte provoca es dictado e impuesto por el temor de un castigo, y tiene, sobre todo,
por objeto, según la observación de Robertson Smith referente a una ocasión análoga,
sustraer al clan a la responsabilidad contraída.
Pero a este duelo sigue una regocijada fiesta en la que se da libre curso a todos los instintos
y quedan permitidas todas las satisfacciones. Entrevemos aquí sin dificultad la naturaleza y
la esencia misma de la fiesta.
Una fiesta es un exceso permitido y hasta ordenado, una violación solemne de una prohibición.
Pero el exceso no depende del alegre estado de ánimo de los hombres, nacido de una
prescripción determinada, sino que reposa en la naturaleza misma de la fiesta, y la alegría es
producida por la libertad de realizar lo que en tiempos normales se halla rigurosamente
prohibido.
El psicoanálisis nos ha revelado que el animal totémico es, en realidad, una sustitución del
padre, hecho con el que se armoniza la contradicción de que estando prohibida su muerte en
época normal se celebre como una fiesta su sacrificio y que después de matarlo se lamente y
llore su muerte. La actitud afectiva ambivalente, que aún hoy en día caracteriza el complejo
paterno en nuestros niños y perdura muchas veces en la vida adulta, se extendería, pues,
también al animal totémico considerado como sustitución del padre.
Confrontando nuestra concepción psicoanalítica del tótem con el hecho de la comida totémica
y con la hipótesis darwiniana del estado primitivo de la sociedad humana, se nos revela la
posibilidad de llegar a una mejor inteligencia de estos problemas y entrevemos una hipótesis
que puede parecer fantástica, pero que presenta la ventaja de reducir a una unidad insospechada
series de fenómenos hasta ahora inconexas.
La teoría darwiniana no concede, desde luego, atención ninguna a los orígenes del totemismo.
Todo lo que supone es la existencia de un padre violento y celoso, que se reserva para
sí todas las hembras y expulsa a sus hijos conforme van creciendo. Este estado social primitivo
no ha sido observado en parte alguna. La organización más primitiva que conocemos, y
que subsiste aún en ciertas tribus, consiste en asociaciones de hombres que gozan de iguales
derechos y se hallan sometidos a las limitaciones del sistema totémico, ajustándose a la
herencia por línea materna. ¿Puede esta organización provenir de la postulada por la hipótesis
de Darwin? Y en caso afirmativo, ¿qué camino ha seguido tal derivación?
Basándose en la fiesta de la comida totémica, podemos dar a estas interrogaciones la respuesta
siguiente: Los hermanos expulsados se reunieron un día, mataron al padre y devoraron
su cadáver, poniendo así un fin a la existencia de la horda paterna. Unidos, emprendieron
y llevaron a cabo lo que individualmente les hubiera sido imposible. Puede suponerse
que lo que les inspiró el sentimiento de su superioridad fue un progreso de la civilización quizá,
el disponer de un arma nueva. Tratándose de salvajes caníbales era natural que devorasen el cadáver. Además, el violento y tiránico padre constituía seguramente el modelo envidiado
y temido de cada uno de los miembros de la asociación fraternal, y al devorarlo se
identificaban con él y se apropiaban una parte de su fuerza. La comida totémica, quizá la
primera fiesta de la Humanidad, sería la reproducción conmemorativa de este acto criminal y
memorable que constituyó el punto de partida de las organizaciones sociales, de las restricciones
morales y de la religión.
Para hallar verosímiles estas consecuencias haciendo abstracción de sus premisas, basta
admitir que la horda fraterna rebelde abrigaba con respecto al padre aquellos mismos sentimientos
contradictorios que forman el contenido ambivalente del complejo paterno en nuestros
niños y en nuestros enfermos neuróticos. Odiaban al padre que tan violentamente se
oponía a su necesidad de poderío y a sus exigencias sexuales, pero al mismo tiempo le
amaban y admiraban. Después de haberle suprimido y haber satisfecho su odio y su deseo
de identificación con él, tenían que imponerse en ellos los sentimientos cariñosos, antes violentamente
dominados por los hostiles. A consecuencia de este proceso afectivo surgió el
remordimiento y nació la consciencia de la culpabilidad, confundida aquí con él, y el padre
muerto adquirió un poder mucho mayor del que había poseído en vida, circunstancias todas
que comprobamos aún hoy en día en los destinos humanos. Lo que el padre había impedido
anteriormente, por el hecho mismo de su existencia, se lo prohibieron luego los hijos a sí
mismos en virtud de aquella «obediencia retrospectiva» característica de una situación psíquica
que el psicoanálisis nos ha hecho familiar. Desautorizaron su acto, prohibiendo la
muerte del tótem, sustitución del padre, y renunciaron a recoger los frutos de su crimen,
rehusando el contacto sexual con las mujeres, accesibles ya para ellos. De este modo es
como la consciencia de la culpabilidad del hijo engendró los dos tabúes fundamentales del
totemismo, los cuales tenían que coincidir con los deseos reprimidos del complejo de Edipo.
Aquel que infringía estos tabúes se hacía culpable de los dos únicos crímenes que preocupaban
a la sociedad primitiva.
Los dos tabúes del testimonio, con los cuales se inicia la moral humana, no poseen igual valor
psicológico. Sólo uno de ellos, el respeto al animal totémico, reposa sobre móviles afectivos;
el padre ha sido muerto y no hay ya nada que pueda remediarlo prácticamente. En
cambio, el otro tabú, la prohibición del incesto, presenta también una gran importancia práctica.
La necesidad sexual, lejos de unir a los hombres, los divide. Los hermanos, asociados
para suprimir al padre, tenían que convertirse en rivales al tratarse de la posesión de las mujeres.
Cada uno hubiera querido tenerlas todas para sí, a ejemplo del padre, y la lucha general
que de ello hubiese resultado habría traído consigo el naufragio de la nueva organización.
En ella no existía ya ningún individuo superior a los demás por su poderío que hubiese podido
asumir con éxito el papel de padre. Así, pues, si los hermanos querían vivir juntos, no tenían
otra solución que instituir -después de haber dominado quizá grandes discordias- la
prohibición del incesto, con la cual renunciaban todos a la posesión de las mujeres deseadas,
móvil principal del parricidio.
Al otro tabú, esto es, el destinado a proteger la vida del animal totémico, se enlaza, en cambio,
la aspiración del totemismo a ser considerado como la primera tentativa de una religión.
El animal tótem se presentaba al espíritu de los hijos como la sustitución natural y lógica del
padre y la actitud que una necesidad interna les imponía con respecto al mismo expresaba
algo más que la simple necesidad de manifestar su arrepentimiento. Mediante esta actitud
con respecto al subrogado del padre podía intentarse apaciguar el sentimiento de culpabilidad
que los atormentaba y llevar a efecto una especie de reconciliación con su víctima. El
sistema totémico era como un contrato otorgado con el padre y por el que éste prometía todo
lo que la imaginación infantil puede esperar de tal persona -su protección y su cariño-, a
cambio del compromiso de respetar su vida; esto es, de no renovar con él el acto que costó
la vida al padre verdadero. En el totemismo había también, sin duda, un intento de justificación:
«Si el padre nos hubiera tratado como nos trata el tótem, no habríamos sentido jamás la
tentación de matarle.» De este modo contribuyó el totemismo a mejorar la situación y a hacer
olvidar el suceso al que debía su origen.
Este proceso dio nacimiento a ciertos rasgos que luego hallamos como determinantes del
carácter de la religión. La religión totémica surgió de la consciencia de la culpabilidad de los
hijos y como una tentativa de apaciguar este sentimiento y reconciliarse con el padre por
medio de la obediencia retrospectiva.
Todas las religiones ulteriores se demuestran como
tentativas de solucionar el mismo problema, tentativas que varían según el estado de civilización
en el que son emprendidas y los caminos que siguen en su desarrollo, pero que no son
sino reacciones idénticamente orientadas al magno suceso con el que se inicia la civilización
y que no ha dejado de atormentar desde entonces a la Humanidad.
Robertson Smith nos ha mostrado que en la forma primitiva del sacrificio retorna la comida
totémica. El sentido del acto es en ambos casos el mismo: la santificación por la participación
en la comida común. En el sacrificio perdura igualmente el sentimiento de la culpabilidad, que
no puede ser apaciguado sino por la solidaridad de todos los participantes. Como nuevo
elemento, hallamos, en cambio a la divinidad del clan, que asiste, invisible, al sacrificio y toma
parte en la comida, al mismo título que los miembros de la tribu, los cuales se identifican
con ella por la absorción de la carne del animal sacrificado. Mas ¿cómo llega el dios a ocupar
esta situación que en un principio le era ajena?
La respuesta podía ser la de que en el intervalo había surgido -sin que sepamos de dónde- la
idea de Dios, idea que se habría apoderado de toda la vida religiosa, de manera que la comida
totémica habría quedado obligada, como todo lo que quería subsistir a adaptarse al nuevo
sistema. Pero la investigación psicoanalítica del individuo nos ha evidenciado que el mismo
concibe a Dios a imagen y semejanza de su padre carnal, que su actitud personal con respecto
a Dios depende de la que abriga con relación a dicha persona terrenal y que, en el
fondo, no es Dios sino una sublimación del padre. También aquí, como antes en el totemismo,
nos aconseja el psicoanálisis que creamos a los fieles que nos hablan de Dios como de
un padre celestial, lo mismo que en épocas remotas hablaron del tótem como de su antepasado.
Si los datos del psicoanálisis merecen, en general, ser tomados en consideración,
habremos de admitir que, sin perjuicio de aquellos otros orígenes y significaciones posibles
de Dios sobre los cuales no puede proyectar nuestra disciplina luz ninguna, tiene que ser
muy importante la participación de la idea de padre en la idea de Dios. Pero siendo así, figuraría
el padre doblemente en el sacrificio primitivo, primero como dios y luego como víctima
del sacrificio. Habremos, pues, de preguntarnos si es realmente posible esta noble representación,
y en caso afirmativo, qué sentido hemos de atribuirle.
Sabemos que entre el dios y el animal sagrado (tótem, animal destinado al sacrificio) existen
múltiples relaciones: 1. a cada dios es consagrado generalmente un animal y a veces varios. 2. en ciertos sacrificios particularmente sagrados -los que antes denominamos «místicos
»- es precisamente el animal consagrado al dios el que le es ofrecido en sacrificio. 3. el
dios era adorado con frecuencia bajo la imagen de un animal, o, dicho de otro modo, ciertos
animales continuaron siendo objeto de un culto divino mucho tiempo después del totemismo. 4. en los mitos se transforma el dios con frecuencia en un animal, y muchas veces, precisamente
en el que le está consagrado. Parecería, pues, natural admitir que el dios no es sino
el animal totémico mismo del cual habría nacido en una fase ulterior del sentimiento religioso.
La reflexión de que por su parte es el tótem una sustitución del padre, nos evita toda más
amplia discusión.
Así, pues, el tótem sería la primera forma de tal sustitución del padre, y el
dios, otra posterior más desarrollada en la que el padre habría recobrado la figura humana.
Esta nueva creación, nacida de la raíz de toda la formación religiosa, o sea de la añoranza
del padre, habría llegado a ser posible, una vez que con el transcurso del tiempo sobrevinieron
modificaciones esenciales en la actitud con respecto al padre y quizá también con respecto
al animal.
Aun prescindiendo del comienzo de un extrañamiento psíquico del animal y de la descomposición
del totemismo, efecto de la domesticación, no resulta difícil establecer cuáles fueron
tales modificaciones.
La situación creada por la supresión del padre entrañaba un elemento
que con el transcurso del tiempo había de provocar un extraordinario incremento de la añoranza
final. Los hermanos que se habían reunido para consumar el parricidio, abrigaban todos
el deseo de llegar a ser iguales al padre y lo manifestaron absorbiendo en la comida totémica
partes del cuerpo del animal sustitutivo. Pero a consecuencia de la presión que el clan
fraterno ejercía sobre todos y cada uno de sus miembros, hubo de permanecer insatisfecho
tal deseo. Nadie podía ni debía alcanzar ya nunca la omnipotencia del padre, objeto de los
deseos de todos. De este modo, la hostilidad contra el padre que impulsó a su asesinato fue
extinguiéndose en el transcurso de un largo período de tiempo para ceder su puesto al amor
y dar nacimiento a un ideal cuyo contenido era la omnipotencia y falta de limitación del padre
primitivo combatido un día, y la disposición a someterse a él.
La primitiva igualdad democrática
de todos los miembros de la tribu no pudo ser mantenida a la larga, a causa de los profundos
cambios sobrevenidos en el estado de civilización, y entonces surgió una tendencia a
resucitar el antiguo ideal del padre, elevando a la categoría de dioses a hombres que se
habían demostrado superiores a los demás. Actualmente nos parece inconcebible que un
hombre pueda llegar a ser dios y que un dios pueda morir, pero la antigüedad clásica admitía
sin esfuerzo alguno estas representaciones. La elevación a la categoría de dios del padre
antiguamente asesinado, al que la tribu hacía remontar su origen, constituía una tentativa de
expiación mucho más seria de lo que antes lo fue el contrato con el tótem.
Lo que no nos es posible indicar es el lugar que corresponde en esta evolución a las grandes
divinidades maternas, que precedieron quizá en todas partes a los dioses padres. Parece, en
cambio, cierto que la transformación de la actitud con respecto al padre no se limitó al orden
religioso, sino que se extendió, como era lógico, al otro sector de la vida humana sobre el
que también había influido la supresión del padre, esto es, a la organización social. Con la
institución de las divinidades paternas fue transformándose paulatinamente la sociedad huérfana
de padre hasta adoptar el orden patriarcal.
La familia pasó a constituir una reproducción
de la horda primitiva antigua y devolvió al padre gran parte de sus antiguos derechos. Hubo,
pues, nuevamente padres, pero las conquistas sociales del clan fraternal no se perdieron y la
distancia de hecho que existió entre el nuevo padre de familia y el padre soberano absoluto
de la horda primitiva era lo bastante grande para garantizar la persistencia de la necesidad
religiosa y del amor filial, siempre despierto e insatisfecho.
Más tarde pierde el animal su carácter sagrado y desaparecen las relaciones entre el sacrificio
y la fiesta totémica. El sacrificio se convierte en una simple ofrenda a la divinidad, esto es,
en un acto de desinterés y de renunciamiento en favor suyo. Dios aparece ya tan por encima
de los hombres, que éstos no pueden comunicar con él sino por mediación de sus sacerdotes.
Simultáneamente surgen en la organización social reyes revestidos de un carácter divino
que extienden al estado el sistema patriarcal. Observamos, pues, que el padre, restablecido
en sus derechos, se venga cruelmente de su antigua derrota elevando a un grado máximo el
poder de la autoridad.
En su obra
La Rama Dorada ha emitido Frazer la hipótesis de que los primeros reyes de las
tribus latinas eran extranjeros que desempeñaban el papel de una divinidad, siendo sacrificados
solemnemente como tales en una fiesta determinada. El sacrificio anual de un dios
parece haber sido un rasgo característico de las religiones semitas.
El sacrificio animal primitivo se hallaba ya destinado a reemplazar
un sacrificio humano, la solemne muerte del padre, y cuando la representación sustitutiva
del padre hubo recobrado los rasgos humanos, pudo transformarse de nuevo el sacrificio
animal en un sacrificio humano.
El recuerdo del primer gran acto de sacrificio se demostró, pues, indestructible, a pesar de
todos los esfuerzos realizados para borrarlo de la memoria, y precisamente cuando los hombres
quisieron distanciarse más de sus motivos, hubo de surgir su exacta reproducción en la
forma del sacrificio divino.
No creo necesario exponer aquí cuáles fueron las evoluciones -
racionalizaciones- del pensamiento religioso que hicieron posible este retorno. Robertson
Smith, muy alejado de nuestra referencia del sacrificio al magno suceso de la historia primitiva
de la Humanidad, indica que
las ceremonias de las fiestas con las que los antiguos semitas
celebraban la muerte de una divinidad eran explicadas como la conmemoración de una
tragedia mítica y que las lamentaciones rituales no poseían el carácter de una expresión espontánea,
sino que parecían haber sido impuestas y ordenadas por el temor a la cólera divina.
Esta interpretación nos parece exacta y los sentimientos de los fieles aparecen explicados
por la situación que en el fondo entrañaba la ceremonia.
La tendencia del hijo a ocupar el lugar del dios padre se exterioriza cada vez con mayor claridad.
La introducción de la agricultura aumentó en la familia patriarcal la importancia del hijo,
el cual se permite nuevas manifestaciones de su libido incestuosa, que encuentra una satisfacción
simbólica en el cultivo de la madre tierra. Nacen entonces las figuras divinas de Attis,
Adonis, Tammuz y otras, espíritus de la vegetación y divinidades juveniles que gozan de los
favores amorosos de las divinidades maternas y realizan con ellas el incesto, desafiando al
padre. Pero la consciencia de la culpabilidad, no mitigada por estas creaciones, se expresa
en los mitos que asignan a los jóvenes amantes una corta vida o los castigan con la castración
o la cólera de la ofendida divinidad paterna, representada bajo la forma de un animal.
Adonis es muerto por un jabalí, el animal sagrado de Afrodita. Attis, el amante de Cibeles,
muere castrado. Las lamentaciones que siguen a la muerte de estos dioses y la alegría que
saluda su resurrección han pasado a constituir parte integrante del ritual de otra divinidad
solar, predestinada a más duradero reinado.
Cuando el cristianismo comenzó a introducirse en el mundo antiguo tropezó con la competencia
de otra religión, la de Mithra, y durante algún tiempo vaciló la victoria entre ambas divinidades.
El rostro nimbado de luz de la juvenil divinidad persa ha permanecido impenetrable para
nuestra inteligencia. Las imágenes de esculturas de Mithra que nos lo muestran sacrificando
bueyes nos autorizan quizá a deducir que representaba al hijo que llevó a cabo por sí solo el
sacrificio del padre y redimió así a los hermanos de la culpa común que sobre ellos pesaba
desde el crimen primitivo. Pero había aún otro camino para atenuar tal consciencia de la culpabilidad,
y este otro camino es el que Cristo fue el primero en seguir. Sacrificando su propia
vida redimió a todos sus hermanos del pecado original.
La doctrina del pecado original es de origen órfico. Quedó conservada en los misterios y pasó
de ellos a las escuelas filosóficas de la antigüedad griega. Los hombres eran descendientes
de los titanes que mataron y descuartizaron a Dionisos-Zagreos, y el peso de este crimen
gravitaba sobre ellos. En un fragmento de Anaximandro leemos que la unidad del mundo
quedó destruida por un crimen primitivo y que todo lo que de él resultó debía soportar perdurablemente
el castigo. Si bien el acto de los titanes recuerda, por los detalles de la asociación
de la colectividad, el asesinato y el descuartizamiento, el sacrificio totémico descrito por San
Nilo -así como otros muchos mitos de la antigüedad, entre ellos el de Orfeo mismo-, nos
desorienta, en cambio, la circunstancia de que el dios asesinado por los titanes era una divinidad
juvenil.
En el mito cristiano, el pecado original de los hombres es indudablemente un pecado contra
Dios Padre. Ahora bien: si Cristo redime a los hombres del pecado original sacrificando su
propia vida, habremos de deducir que tal pecado era un asesinato. Conforme a la Ley de Talión,
profundamente arraigada en el alma humana, el asesinato no puede ser redimido sino
con el sacrificio de otra vida. El holocausto de la propia existencia indica que lo que se redime
es una deuda de sangre. Y si este sacrificio de la propia vida procura la reconciliación
con Dios Padre, el crimen que se trata de expiar no puede ser sino el asesinato del padre.
Así, pues, en la doctrina cristiana confiesa la Humanidad más claramente que en ninguna
otra su culpabilidad, emanada del crimen original, puesto que sólo en el sacrificio de un hijo
ha hallado expiación suficiente. La reconciliación con el padre es tanto más sólida cuanto que
simultáneamente a este sacrificio se proclama la total renunciación a la mujer, causa primera
de la rebelión primitiva. Pero aquí se manifiesta una vez más la fatalidad psicológica de la
ambivalencia. Con el mismo acto con el que ofrece al padre la máxima expiación posible alcanza
también el hijo el fin de sus deseos contrarios al padre, pues se convierte a su vez en
dios al lado del padre, o más bien en sustitución del padre. La religión del hijo sustituye a la
religión del padre, y como signo de esta sustitución se resucita la antigua comida totémica;
esto es, la comunión, en la que la sociedad de los hermanos consume la carne y la sangre
del hijo -no ya las del padre-, santificándose de este modo e identificándose con él. Nuestra
mirada persigue a través de los tiempos la identidad de la comida totémica con el sacrificio
de animales, el sacrificio humano teoantrópico y la eucaristía cristiana y reconoce en todas
estas solemnidades la consecuencia de aquel crimen que tan agobiadoramente ha pesado
sobre los hombres y del que, sin embargo, tienen que hallarse tan orgullosos. La comunión
cristiana no es en el fondo sino una nueva supresión del padre, una repetición del acto necesitado
de expiación. Observamos ahora cuán acertada es la afirmación de Frazer de que la
«comunión cristiana ha absorbido y se ha asimilado un sacramento mucho más antiguo que
el cristianismo».
Un acontecimiento como la supresión del padre por la horda fraterna tenía que dejar huellas
imperecederas en la historia de la Humanidad y manifestarse en formaciones sustitutivas,
tanto más numerosas cuanto menos grato era su recuerdo directo. Resistiendo a la tentación
de perseguir tales huellas, fácilmente evidenciables en la Mitología, pasaré a otro terreno,
explorado ya por S. Reinach en su interesantísimo ensayo sobre la muerte de Orfeo.
En la historia del arte griego hallamos una situación que presenta singulares analogías, al par
que profundas diferencias, con la escena de la comida totémica descrita por Robertson
Smith. Me refiero a la situación que nos muestra la tragedia griega en su forma primitiva. Un
cierto número de personas reunidas bajo un nombre colectivo e idénticamente vestidas -el
coro- rodea al actor que encarna la figura del héroe, primitivamente el único personaje de la
tragedia, y se muestra dependiente de sus palabras y sus actos. Más tarde se agregó a éste
un segundo actor, y luego un tercero, destinados a servir de comparsas al héroe o a representar
partes distintas de su personalidad. Pero el carácter del héroe y su posición con respecto
al coro permanecieron inalterados. El héroe de la tragedia debía sufrir, y tal es aún hoy
en día el contenido principal de una tragedia. Ha echado sobre sí la llamada culpa trágica,
cuyos fundamentos resultan a veces difícilmente determinables, pues con frecuencia carece
de toda relación con la moral corriente. Casi siempre consistía en una rebelión contra una
autoridad divina o humana y el coro acompañaba y asistía al héroe con su simpatía, intentando
contenerle, advertirle y moderarle, y le compadecía cuando, después de llevar a cabo
su audaz empresa, hallaba el castigo considerado como merecido.
Mas, ¿por qué debe sufrir el héroe de la tragedia y qué significa la culpa trágica? Debe sufrir
porque es el padre primitivo, el héroe de la gran tragedia primera, la cual encuentra aquí una
reproducción tendenciosa. La culpa trágica es aquella que el héroe debe tomar sobre sí para
redimir de ella al coro.
La acción desarrollada en la escena es una deformación refinadamente
hipócrita de la realidad histórica. En esta remota realidad fueron precisamente los miembros
del coro los que causaron los sufrimientos del héroe. En cambio, la tragedia le atribuye
por entero la responsabilidad de sus sufrimientos, y el coro simpatiza con él y compadece su
desgracia. El crimen que se le imputa, la rebelión contra una poderosa autoridad, es el mismo que pesa, en realidad, sobre los miembros del coro; esto es, sobre la horda fraterna. De
este modo queda promovido el héroe -aun contra su voluntad- en redentor del coro.
Habiendo sido los sufrimientos de Dionisos, el divino macho cabrío, y las lamentaciones de
su cortejo de machos cabríos identificados con él, el argumento preferido de la tragedia griega
primitiva, no podemos extrañar que este drama, que había perdido ya por completo su
vitalidad en el transcurso de los tiempos, la recobrase totalmente en la Edad Media, apoderándose
de la Pasión de Cristo.
De la investigación que hasta aquí hemos desarrollado en la forma más sintética posible podemos
deducir como resultado que en el complejo de Edipo coinciden los comienzos de la
religión, la moral, la sociedad y el arte, coincidencia que se nos muestra perfectamente de
acuerdo con la demostración aportada por el psicoanálisis de que este complejo constituye el
nódulo de todas las neurosis, en cuanto hasta ahora nos ha sido posible penetrar en la naturaleza
de estas últimas. Nos ha sorprendido en extremo haber podido hallar también para
estos problemas de la vida anímica de los pueblos una solución partiendo de un único punto
de vista concreto, tal como la actitud con respecto al padre. Pero quizá nos sea posible todavía
enlazar a él otro problema psicológico. Hemos tenido ya frecuentes ocasiones de señalar
la ambivalencia afectiva; esto es, la coincidencia de odio y amor con respecto a las mismas
personas, en la raíz de importantes formaciones de la civilización, pero ignoramos totalmente
sus orígenes. Podemos suponer que constituye un fenómeno fundamental de nuestra vida
afectiva y también es posible que fuera ajena primitivamente a la misma y hubiese sido adquirida
por la Humanidad como una consecuencia del complejo paterno, o sea de aquel en el
que la investigación psicoanalítica del individuo encuentra aún hoy en día dicha ambivalencia
en su más elevada expresión.
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